PRIMERA EDICIÓN. 2019
CATEGORÍA GENERAL:
Fría y pura de Javier Roa Gil
Mi abuelo nació en un pueblo soriano con castillo templario, en pleno corazón de la Celtiberia. Labrador como su padre, alcanzó la treintena sin esposa, quizás en la esperanza de poder conocer mundo libre de ataduras. Vendimia, arado, siembra y siega se sucedían año tras año postergando su inquietud viajera. Encontró la ocasión cuando le detectaron un tumor incurable en el estómago con pronóstico de unos pocos meses de supervivencia. Superada la conmoción por la noticia, decidió disfrutar su propia herencia y tras vender su casa y las tierras inició marcha hacia París. «Uno no puede morirse sin visitar la capital del mundo, Fidel», le había espetado una tarde D. Emiliano, el maestro, con el que compartía animadas charlas entre chatos de vino.
Cinco semanas más tarde admiraba asombrado desde el Sena la enorme torre metálica de reciente construcción. En las breves paradas previas había llorado frente a su querida Pilarica, y degustado en Barcelona el sabor del agua marina, tan salada como el cocido de su hermana Sole. En París se alojó en casa de Machado, el poeta, amigo de D. Emiliano, al que relataba nostálgico cada noche la belleza de su querida tierra soriana. A través de D. Antonio conoció a una eminencia en medicina quien le confirmó que el tumor no era tal, sino una úlcera mal curada que sanaría tras tomar varios jarabes.
No tardó en emprender viaje de regreso. Unos meses después se casaba con mi abuela. No volvió a abandonar la comarca y nunca tuve que preguntarle por qué.
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En categoría juvenil se dejó desierto el premio por falta de calidad.
SEGUNDA EDICIÓBN: 2020
CATEGORÍA JUVENIL:
La fundadora de Anunciación Marqués Copariate.
Era noche cerrada en la aldea. Todos se hallaban ya en sus tiendas, dormidos alrededor de la gran hoguera que crepitaba con las últimas ramas antes de extinguirse.
Todos menos Daroca.
Tumbada boca arriba con los brazos sobre el pecho, la niña se aferraba casi con rabia al pequeño triskel colgado de su cuello regalo de Arkilos, el druida del pueblo. No dejaba de cavilar sobre todo lo que había sucedido aquellos días.
Muchas cosas habían cambiado desde la temprana muerte del sacerdote. Ahora su hijo se veía obligado a realizar las tareas que su padre dejó pendientes. Ella sabía por él que los numerosos deberes no eran de su agrado, pero era lo que debía hacer. Al menos hasta que ella fuera lo suficientemente mayor como para tomar el relevo.
Hasta entonces, Daroca tenía un largo camino que atravesar. Y sospechaba que comenzaría muy pronto.
Observó fijamente el pequeño collar, que ahora refulgía con una extraña luz azulada. Aún no entendía realmente por qué su tío había decidido otorgarle el triskel, su mayor símbolo de poder. Solo podían portarlo los druidas, los líderes espirituales de la comunidad, los más sabios.
Pero ella solo tenía nueve años. Y ninguna dote mágica a su servicio, a diferencia de la mayoría de sus antecesores. Sin embargo, el sacerdote la había elegido a ella.
Arkilos le había hablado de retos que debía cumplir y sacrificios que debía realizar. Tomaría decisiones que, según él, cambiarían el curso de la historia de su pueblo. La historia de sus hijos, de sus nietos, de todos sus descendientes.
Sus últimas palabras resonaban tenues, como traídas por la pequeña brisa que se colaba por la rendija de su tienda:
“Tú nos salvarás de desaparecer”, había dicho el druida. “Tú formarás la nueva Celtiberia”.
La luz del triskel se acentuó. El pequeño colgante brillaba ahora con la intensidad de mil lunas llenas. Daroca se lo quitó del cuello, y lo sostuvo un buen rato con la palma de la mano.
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—Está bien —dijo—. Veamos qué nos tiene deparado mi futuro.
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TERCERA EDICIÓN. 2022
CATEGORÍA GENERAL:
La promesa de Aunia de Raúl Romera Morilla
LA PROMESA DE AUNIA
Las guarniciones, apostadas entre sillares y adobes de los tramos de muralla aún por terminar de construir, velaban por la seguridad de los últimos belos que, con las primeras luces del amanecer, abandonaban Sekaiza. Mujeres, niños y ancianos, en una lenta y penosa caravana, dejaban atrás su ciudad ante la inminente llegada del cónsul romano Quinto Fulvio Nobilior. Cuando el disco dorado mostró todo su esplendor tras los lejanos cerros, una descomunal nube de polvo que se elevaba lentamente del suelo, anunció la llegada de las cinco legiones procedentes de Roma que habrían de acabar con aquella ciudad de la Celtiberia.
El viento, que viajaba rápido en aquella planicie que parecía extenderse hasta el infinito, trajo a los evacuados el amargo sabor térreo del polvo levantado por las legiones.
—Caciro, no mires atrás —le dijo Aunia a su hijo, al verlo mirar hacia las murallas cada vez más lejanas de Sekaiza. Bajo sus pies, el niño notaba el temblor del suelo provocado por la terrorífica marcha del ejército invasor. Aceleró el paso agarrándose a la capa de su madre y avanzó con la mirada fija en el suelo.
Aunia, ocultando sus lágrimas a su hijo, se prometió a sí misma que, allá donde fuera, resistiría hasta la muerte antes que huir otra vez de su hogar.
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CATEGORÍA GENERAL:
Los recursos naturales, de José Antonio Gago Martín
LOS RECURSOS NATURALES
Todo empezó en la sobremesa cuando Marcial, que siempre le saca tres pies al gato, propuso que había que traer a un sabio para que diera una conferencia en el pueblo. En estas tierras la población es escasa y descarriada y no es fácil reunirla. Habíamos creado la asociación cultural para tener una excusa para reunirnos a hablar de nuestras cosas alrededor de una buena comida y unos vinos, pero, claro, si era una asociación cultural a lo mejor tenía razón Marcial y la conferencia no era tan mala idea.
Buscamos más allá de las fronteras de la Celtiberia y encontramos a un catedrático de la Universidad de Zaragoza que nos dijeron que era un pozo de sabiduría. Acordamos que nos platicara sobre el mejor modo de aprovechar nuestros recursos. Siempre es bueno, estábamos otra vez de acuerdo con Marcial, que alguien de fuera nos muestre otro punto de vista, porque quizá los árboles no nos dejen ver el bosque.
Después de la comida llevamos a aquel sabio, que se llamaba don Aurelio, a dar un paseo por los alrededores del pueblo. Vio unas matas de higuera salvaje y se empeñó, contra nuestro consejo, en darse un atracón de higos morados.
Todo el mundo sabe, menos don Aurelio, que esos higos tienen unos pelillos urticantes que, si no los pelas, te ponen la lengua tan hinchada que no te cabe en la boca.
Cuando llegó la hora de la charla y el conferenciante se subió al estrado estaba la Casa de Cultura abarrotada. Esperábamos, ansiosos, que aquel sabio nos iluminara con sus palabras, pero cuando empezó a hablar no entendimos casi nada:
—Uenass ardes, ciento muxo mi amendable odadodia pedo dengo a degua inxada y…
Marcial estaba decepcionado porque «una fatal contingencia» había deslucido el acto y nos había privado de los buenos consejos que aquel sabio podía habernos aportado para mejorar nuestra vida cotidiana. Sin embargo los demás estábamos encantados y lo único que nos pesaba era no haber traído antes la cultura al pueblo, ahora que sabíamos que era una cosa tan divertida.
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CATEGORÍA JUVENIL:
Een el siglo II a.C. de Jorge Cristóbal Val
Un grupo de adolescentes paseaba por las estrechas calles de su pueblo, Calatorao, cuyo origen se remonta a un pasado celtíbero de inequívoco y sonoro nombre: Nertóbriga.
Caminaron hasta un inmenso campo yermo, estéril, seco; ese día hacía un calor sofocante. El terreno mostraba cientos de extraños restos que parecían muy antiguos, pero entre ellos destacaban unos cuantos que habían atraído particularmente la atención de los chicos.
Sandra fue la primera en darse cuenta de la rareza de tales restos, y es que Sandra era una chica a la que le gustaba investigar y descubrir nuevas cosas. Y se fijaba en todo.
Jorge, Emma y Álex todavía no los habían identificado a pesar de su tamaño. Sandra les orientó y en seguida prestaron atención a sus explicaciones. Se trataba de varios huesos nunca antes vistos. Concretamente, había cuatro; ¿por qué cuatro? Cada uno cogió un hueso y quisieron encontrarle una forma reuniéndolos todos. De repente ocurrió algo que ninguno había imaginado, los huesos los transportaron inmediatamente a otra época, al siglo II a. C., frente a una ciudad antigua.
Nuestros personajes se extrañaron mucho. Aparecieron en la entrada de una población y vieron un indicador en el que se leía: “NUMANCIA, PUEBLO CELTÍBERO”.
Sandra, Jorge, Emma y Álex entraron en esa población, que estaba muy protegida: amurallada y con torres defensivas. Siguieron adelante y se dieron cuenta de que había una calle principal y que, siguiéndola, se distribuía en otras calles secundarias. Durante su visita, vieron muchos objetos y armas que estaban elaborados con hierro, ya que el hierro era muy popular en los pueblos celtíberos. También destacaba la cerámica. Los celtíberos tenían su propio lenguaje y sistema de escritura y lo reproducían en planchas de bronce y otros metales. Su sociedad tenía estructura militar, pero también destacaba la artesanía, la cerámica y el comercio con otros pueblos vecinos.
Los adolescentes se cruzaron con una señora que los invitó a su casa (notó en sus caras que estaban muertos de hambre). La casa era humilde y tenía un sótano, cocina y una habitación, todo bajo un techo de vigas de madera cubierto de paja.
Repuestos del cansancio y del hambre, Sandra, Jorge, Emma y Álex dieron por finalizada su visita a Numancia.
Recogieron de nuevo los huesos y, alineándolos como lo habían hecho la primera vez, regresaron a su tierra y a su tiempo, recordando con satisfacción la experiencia que habían tenido con una cultura que era y es muy importante para comprender hoy la nuestra.
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